Hemos celebrado la fiesta más grande del
Cristianismo, la liberación del hombre, de la esclavitud que ha vivido por
años, buscando la libertad para ser feliz. En el libre albedrío de
pronunciar amen, o simplemente dejar pasar por el miedo de experimentar el amor
de Dios.
Por lo general el hombre se queda en el
viernes santo, en la muerte de Jesucristo, encerrado en el sufrimiento.
Pero Jesucristo viene al mundo a vencer la muerte, darnos la libertad, una
esclavitud que ha mantenido al hombre sumiso en su propia realidad, de no mirar
al frente, viviendo en el pasado, con las letanías de la mala suerte, en la
jaula de su propio Yo.
Es la gran diferencia entre la verdad y la razón
inteligencia de hombre que crea una barrera, de lo que es el milagro
espiritual, y la muerte òntica, que no permite ver la gloria de Dios, la
resurrección del hombre viejo al nuevo hombre nacido de
Espíritu.
Para lo cual el hombre utiliza la lógica, el
razonamiento de forma coherente, basado en sí mismo. Por ejemplo caminar un
kilómetro y llego a la meta, sin deducir que la vida nos viene de Dios.
Premisas que abren la puerta a los conceptos de la inteligencia para
justificar el envejecimiento de sí mismo.
En la razón Jesucristo sigue crucificado, en la
muerte, sin la potestad de poder resucitar, de quitar la piedra. Se queda en la
mía culpa, el yo pecador, las diez aves marías, un padre nuestro. Cuándo
la realidad es otra, que Dios nos regala el espíritu de Resurrección, a través
de su hijo que desciende a la fosa de la muerte, la fetidez humana, para salir
victorioso, a la nueva creación.
Es la gran noche que se ha vivido, la noticia
de la nueva creación. Que se puede amar en la dimensión del sufrimiento
real del hombre.